Creer por deseo, negar por miedo…
Mi diario incompleto frente a la verdad
Hay pensamientos que me persiguen en silencio, como ecos que se niegan a extinguirse. Uno de ellos es este… No puedo negarme a creer en algo solo porque no quiero que sea verdad, ni puedo creer en otra cosa únicamente porque deseo que lo sea.
Parece una obviedad. Y, sin embargo, cuando reviso mi propia vida descubro que esta frase ha marcado cada una de mis batallas interiores.
La tentación de creer lo que me conviene
Desde niño aprendí que la mente fabrica refugios a medida. Si temía la oscuridad, me contaba que alguien me vigilaba desde algún lugar invisible. Si me dolía una pérdida, tejía la idea de que todo tenía un propósito oculto. No porque lo supiera, sino porque lo necesitaba.
En la adultez, la tentación se volvió más sofisticada: la ciencia, las ideologías, los discursos que me ofrecían explicaciones. A veces me aferraba a la versión que menos dolía, como quien elige una mentira piadosa.
Creer por conveniencia es tan humano como respirar. Pero también es una trampa: coloca al deseo en el lugar de la verdad y al miedo en el lugar de la razón.
Negar lo insoportable
Si creer por deseo es un autoengaño dulce, negar por miedo es un autoengaño amargo.
Lo viví en carne propia: rechacé diagnósticos, noticias y evidencias porque aceptarlas significaba derrumbar un mundo entero. Me repetí que “todavía no”, que “quizá no fuera tan grave”, que “algo sucedería para evitar lo inevitable”.
Hoy entiendo que la negación no era falta de inteligencia, sino un mecanismo de supervivencia. Negar es darle un poco de aire al corazón antes de que se hunda. Pero la realidad, tarde o temprano, golpea con la fuerza de lo inevitable.
Negar lo verdadero no cambia el curso de los hechos; solo me roba tiempo para prepararme.
Entre la ciencia y la fe
En estos dilemas me encontré caminando sobre una cuerda floja tendida entre dos polos: la ciencia y la fe.
La ciencia me enseña que la verdad se prueba, se contrasta, se corrige. No depende de mis anhelos. La fe, en cambio, me ofrecía un consuelo cuando la razón se quedaba corta.
Pero ni la ciencia me libró de la angustia, ni la fe me garantizó certeza. Ambas coexisten en tensión, y me pregunto: ¿cómo vivir sabiendo que hay verdades que hieren y misterios que nunca estarán bajo mi control?
El riesgo de la autoilusión
He llegado a pensar que el mayor enemigo no es la mentira externa, sino la ilusión interna.
En el duelo, en la enfermedad, en la soledad, la autoilusión florece con fuerza… Me digo que no pasará, que aún hay tiempo, que lo peor se evitará. Y cuando la realidad demuestra lo contrario, el dolor se multiplica: no solo por lo sucedido, sino también por haberme traicionado con mis propias fantasías.
La verdad duele, sí. Pero nunca hiere tanto como la expectativa incumplida.
El aprendizaje de la finitud
Quizá por eso escribí Abrazando la finitud y sigo insistiendo en hablar de impermanencia. Porque la finitud no se negocia con creencias a la carta. La muerte, la pérdida, el paso del tiempo no se adaptan a mis deseos ni a mis negaciones.
Habitar la finitud es aprender a vivir con la incomodidad de lo real. No significa rendirse ni caer en el pesimismo, sino ver con ojos abiertos lo que es, y aun así seguir caminando.
La claridad que otorga la verdad
Lo entendí con brutal claridad en los meses finales de la enfermedad de Sharon. Negar la gravedad de su condición solo nos habría conducido a más dolor. Fue al aceptar la verdad de su destino cuando logramos aprovechar cada instante con conciencia y amor.
La verdad, aunque incómoda, nos habría regalado presencia. Nos hubiera permitido mirar cada día como único. La mentira, en cambio, nos robó la posibilidad de despedirnos con dignidad.
Aceptar no evita el sufrimiento, pero sí nos libera de la confusión y del engaño. Esa honestidad radical habría construido en mí una resiliencia que aún hoy me sostendría.
La brújula de la lucidez
La frase inicial de este diario se ha convertido en brújula:
- Si creo algo solo porque me gusta, corro el riesgo de fabricar un espejismo.
- Si niego algo solo porque me duele, corro el riesgo de cegarme ante lo inevitable.
La lucidez me pide valentía: mirar de frente, aceptar sin adornos, reconocer mis deseos y mis miedos, pero no confundirlos con pruebas.
El lugar de la esperanza
Aceptar la verdad no es condenarse a la desesperanza. La esperanza adquiere otro rostro: ya no es exigir que las cosas ocurran como yo quiero, sino confiar en que seré capaz de atravesarlas, aunque no sean como deseo.
La fe, entonces, deja de ser un placebo y se convierte en un acto de confianza: no en que el mundo se acomode a mí, sino en que encontraré fuerza para caminar en él, con todo lo que traiga.
La resiliencia que nace de la honestidad
Enfrentar la realidad, incluso en su aspereza, construye un tipo de fortaleza que no nace de la evasión, sino del contacto directo con lo real.
La resiliencia no es negar el dolor ni maquillarlo de optimismo. Es vivir con él, aprender a atravesarlo, dejar que me transforme.
En mis libros de la serie CorazónValiente he querido mostrar este tránsito: cómo el dolor, cuando se enfrenta con verdad, deja de ser un muro y se convierte en un maestro.
Crecer a través de la verdad
Hoy creo que la verdad incómoda es también una oportunidad. Me obliga a mirarme, a reconocer mis sombras, a cambiar lo que no quiero admitir.
Aceptar la verdad de la pérdida de Sharon no me destruyó; me quebró, sí, pero ese quiebre abrió espacio para un aprendizaje radical. La verdad no solo me hirió: también me enseñó.
De ese aprendizaje nacen mis páginas, mi compromiso y la posibilidad de acompañar a otros en su duelo.
Aplicar la honestidad radical en la vida diaria
No siempre hablamos de grandes tragedias. La honestidad radical también se practica en lo cotidiano:
- Detenerme a preguntarme si lo que creo es verdad o solo deseo.
- Hablar con transparencia, incluso cuando sé que mis palabras pueden incomodar.
- Reconocer mis miedos sin disfrazarlos de certezas.
- Recordar que cada día trae una pequeña muerte y una pequeña resurrección.
Mi diario incompleto
Este diario sigue siendo incompleto porque cada vez que creo haber encontrado una verdad absoluta, descubro que estaba teñida de deseo o filtrada por miedo.
El aprendizaje nunca se cierra: vivo corrigiendo mi mirada, limpiando la lente con la que observo el mundo.
Hoy escribo estas páginas no para dar lecciones, sino para recordarme: no todo lo que quiero es verdad, ni todo lo que temo es mentira.
Entre esas dos orillas se juega mi vida, mi escritura y mi manera de acompañar a quienes caminan conmigo.
Conclusión
Este pensamiento es un faro incómodo, pero necesario. Me libra de ilusiones dulces y de negaciones amargas. Me invita a habitar la realidad con ojos abiertos.
No niego mis deseos ni mis miedos; los reconozco y los pongo en su lugar. La verdad no se acomoda a mí. Soy yo quien debe aprender a convivir con ella.
Quizá ese sea el verdadero arte de vivir: mirar lo que es, aceptar lo que duele y, aun así, seguir escribiendo un diario que siempre estará incompleto.
Germán A. DeLaRosa -Autor –
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