Me despierto y… por un instante, todo parece intacto.
Es un parpadeo fugaz, un segundo suspendido en el que mi mente aún no registra que ella no está. Pero entonces el silencio me envuelve, inesperado y denso, y la realidad se despliega con todo su peso ineludible. La cama, demasiado grande ahora, guarda el eco de su respiración que ya no llena el aire. Estiro la mano por instinto, buscando el calor que solía habitar ese espacio, pero solo hallo sábanas frías y un vacío que se cuela hasta los huesos. No es solo su ausencia física lo que pesa; es cómo se filtra en las pequeñas cosas, esos detalles que no valoras hasta que se desvanecen. Hoy, mientras el sol tímido se cuela por la ventana, decido caminar, no para escapar, sino para encontrarme con lo que queda de mí en este nuevo mundo sin ella.
El eco de lo cotidiano
Camino a la cocina y la cafetera me observa como si guardara un secreto que aún no descifro. Solía ser ella quien la encendía, tarareando una melodía que se me escapa entre los dedos de la memoria. Ahora soy yo, torpe y dubitativo, contando las cucharadas de café, preguntándome si alguna vez lo voy a preparar como ella lo hacía. El aroma sube, pero falta algo: su risa suave cuando se quemaba la lengua por impaciente, el “¿ya te levantaste?” Que resonaba como un ritual matutino. Esas pequeñas cosas —la taza que dejaba en el fregadero, el roce de sus pasos sobre el piso, el rincón donde colgaba su bufanda— son las que duelen más, porque no las vi venir. Creía que el duelo se alojaría en los grandes momentos, pero está en estas grietas del día, en lo cotidiano que ella animaba con su sola presencia.
Me calzo los viejos tenis, esos que ella decía que estaban “demasiado gastados para seguir usándolos”, y salgo. No hay un destino claro, solo el impulso de moverme, de dejar que el aire fresco sacuda esta somnolencia que no explica el cansancio. Decido intentar una caminata consciente, algo que leí en un libro que ella dejó en la mesita de noche. No sé si lo hago bien, pero lo intento: presto atención a cada paso, al crujir de las hojas bajo mis pies, al viento que me acaricia la cara como si quisiera decirme que todo estará bien.
La caminata consciente: un refugio en el caos
El parque está a unas cuadras, y mientras camino, me obligo a sentir el suelo bajo mis pies, a notar cómo mis piernas avanzan sin que tenga que pedírselo. Respiro hondo, y por un instante, el nudo en mi pecho se afloja. No es que el dolor desaparezca, sino que se dispersa, se mezcla con el canto de un pájaro que no reconozco y el ladrido alegre de un perro persiguiendo una pelota. Pienso en ella, en cómo habría sonreído y dicho algo como “mira qué feliz está, ¿no te da envidia?”. Sonrío yo también, y duele, pero también alivia, como si ese gesto fuera un puente entre lo que fue y lo que soy ahora.
Camino más despacio, dejando que mis sentidos guíen el ritmo. El olor a hierba recién cortada me transporta a un pícnic de hace años, cuando el tiempo parecía infinito y nuestras risas llenaban el aire. El sonido de las ramas mecidas por el viento me lleva a esas tardes en el balcón, cuando yo escribía en el computador y ella se me acercaba sigilosamente por detrás fingiendo un abrazo mientras, con una sonrisa curiosa, daba un vistazo de reojo a lo que escribía. Cada paso es una conversación silenciosa entre el pasado y el presente, y aunque no sé cómo cruzarlo del todo, siento que estoy aprendiendo a recorrerlo.
Me detengo junto a un árbol viejo, paso los dedos por su corteza rugosa y cierro los ojos. Respiro profundo, dejando que el aire entre y salga como si pudiera llevarse un pedazo de esta tristeza. No se va, pero cambia; se vuelve más suave, menos cortante. La caminata consciente no es una cura —lo sé bien—, pero es un refugio, un espacio donde puedo estar con ella sin hundirme en lo que ya no tengo. A veces, en mi mente, le hablo: le cuento sobre el cielo gris que se abre paso entre las nubes, sobre el perro del parque, sobre cómo la extraño. No hay respuesta, pero hay paz en ese gesto, como si ella aún caminara a mi lado.
Reflexión personal: las piezas que quedan
Regreso a casa con las manos en los bolsillos y el corazón un poco más ligero. Me dejo caer en el sofá —ese que ella eligió porque “es perfecto para las siestas”— y miro alrededor. Todo lleva su huella: el cojín deshilachado que se negaba a tirar, la planta que juró cuidar y que ahora depende de mis manos inexpertas, el marco con nuestra foto que no me atrevo a mover. Pero también está en mí, en los libros apilados que ella nunca leyó, en el cuaderno donde garabateó pensamientos, que no compartió con nadie.
Perderla no es solo perderla a ella; es perderme un poco a mí, esa versión que existía cuando nuestras vidas se entrelazaban. Antes, creía que lo más duro serían los aniversarios, las fechas marcadas en rojo, pero no: son las pequeñas fracturas, cuando mi mano busca la suya por inercia o cuando preparo el café para dos sin darme cuenta. Sin embargo, hoy, mientras caminaba, entendí que no todo se fue. Sigo aquí, respirando, sintiendo, tropezando con las piezas que ahora son mías para recomponer. No sé quién soy sin ella todavía… pero hay algo en el acto de buscarlo que me da fuerza.
Imagino qué me diría si me viera así, con los ojos húmedos pero los pasos firmes. Probablemente, me abrazaría, uno de esos abrazos que no necesitan palabras, y luego me diría que siga, que no me detenga. Y tiene razón, como siempre la tuvo. La ausencia no es un pozo sin fondo; es un lienzo extraño, lleno de huecos, sí… pero también de trazos que puedo empezar a dibujar yo solo.
Conclusión: un paso a la vez
Despertar sin ella es un acto de valentía que no pedí, pero que enfrento cada mañana. Las pequeñas cosas —el café tibio, el silencio de la casa, el viento en mi rostro— son ecos de lo que fue y, al mismo tiempo, invitaciones a lo que puede ser. La caminata consciente me ha enseñado que no necesito correr ni esconderme del dolor; puedo simplemente estar, dejar que el peso se transforme con cada paso. No hay prisa por llenar el vacío, porque quizás no se trata de llenarlo, sino de aprender a caminar con él, de integrarlo en esta vida que sigue adelante.
Vuelvo a la cocina, preparo otra taza de café —esta vez sin medir tanto las cucharadas— y me siento junto a la ventana. El mundo sigue girando, y yo con él… más despacio, más atento. Ella no está, pero su esencia persiste en mí, en las pequeñas cosas que ahora cuido con una ternura que no sabía que tenía. El duelo no es una línea recta ni una carrera que debo ganar; es un sendero sinuoso que recorro un paso a la vez. Y en cada paso, la llevo conmigo, no como una carga, sino como un amor que no desaparece, que cambia de forma y me acompaña en este extraño y hermoso desorden que es vivir.
A ti, que lees esto y transitas tu propio duelo, quiero decirte algo desde el corazón: no estás solo en este camino. Sé que hay días en los que el peso parece insoportable, cuando los pequeños detalles se convierten en heridas abiertas, pero dentro de ti hay más fuerza de la que imaginas, aunque ahora no la sientas. No necesitas apresurarte ni fingir que todo está bien. Permítete sentir, detenerte, avanzar a tu propio ritmo.
Sal un momento, respira profundo, deja que el mundo te envuelva. Eso no borrará el dolor, pero te recordará que sigues aquí, vivo, capaz de seguir adelante. Un paso a la vez, con su amor y su memoria, descubrirás cómo llevar la ausencia sin que te ahogue.